Me impresiona entrar en una librería y ver los estantes llenos de libros. Cientos de palabras que se agolpan y desvelan los colores, sonidos, olores, sabores, y texturas de la naturaleza y los entresijos de las emociones, los sentimientos, pensamientos y acciones humanas. Qué cantidad de libros, cuántas personas dispuestas a aportar a la cultura.
Y a la vez, si conmueve el contemplar los libros también el descubrir a unos y otros que ojean y compran las historias. Cuántos libros se compran. Nunca como hasta hora en la historia se han comprado tantos libros. Pero cuántos libros se leen, cuántos se interiorizan, cuántos entretienen, divierten, enseñan, apasionan…
Parece como si los libros se hubieran convertido en un objeto de consumo más. Pero lo mismo ocurre con las exposiciones de pintura, con la música, etc. Qué hay más allá del lo he leído, lo he visto, lo he escuchado. Así cómo hay un síndrome del turista, que aquello que contempla es a través del objetivo de su cámara fotográfica, hay un cierto consumo cultural que ¿redunda en una sociedad más dialogante, crítica y reflexiva? ¿Son cuentos para adultos, necesarios, pero cuentos al fin y al cabo? Qué horizonte…
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