Hace unos días se hacía pública la sentencia de la Corte europea de derechos humanos a propósito de los crucifijos en las aulas de los colegios públicos al considerar que dañan el derecho de los padres a la educación de sus hijos según sus convicciones y el derecho de los niños a la libertad religiosa. El tribunal consciente de la fuerza comunicativa de los símbolos impone la retirada de los crucifijos en base a la laicidad del estado.
Los símbolos tienen una gran fuerza expresiva y comunicativa, por eso no es baladí. Sin embargo, en el propio ámbito cristiano el conocimiento del sentido de los símbolos y su uso ha decaído.
La presente sentencia tendría que hacernos reflexionar sobre la presencia de símbolos cristianos en nuestras vidas. Antes de rasgarnos las vestiduras por el fallo judicial habría que pararse a contemplar las paredes de nuestras casas, los objetos sobre nuestros muebles e incluso aquellos que nosotros portamos. Las cruces, así como otros símbolos religiosos, han ido desapareciendo de los hogares para ser sustituidos por adornos cuyo valor es solamente estético, cuando no por símbolos procedentes de otras culturas. Las cruces y medallas ya no penden de cadenas al cuello.
Sin ser catastrofista, esto denota una cierta disolución de la identidad religiosa. En este baile de identidades que supone la postmodernidad la religiosa parece otra más que como las olas va y viene. Quién eres te señala dónde están tus raíces y hacia dónde vas, el sentido de la vida. La identidad cristiana es la básica del cristiano, sobre ella apoyar las demás.
El crucifijo es muestra de identidad. No se trata de un exhibicionismo apologético sino de la marca de calidad que compromete en el ser y en la acción, en el amor y en el servicio.
sábado, 14 de noviembre de 2009
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