Me impresiona entrar en una librería y ver los estantes llenos de libros. Cientos de palabras que se agolpan y desvelan los colores, sonidos, olores, sabores, y texturas de la naturaleza y los entresijos de las emociones, los sentimientos, pensamientos y acciones humanas. Qué cantidad de libros, cuántas personas dispuestas a aportar a la cultura.
Y a la vez, si conmueve el contemplar los libros también el descubrir a unos y otros que ojean y compran las historias. Cuántos libros se compran. Nunca como hasta hora en la historia se han comprado tantos libros. Pero cuántos libros se leen, cuántos se interiorizan, cuántos entretienen, divierten, enseñan, apasionan…
Parece como si los libros se hubieran convertido en un objeto de consumo más. Pero lo mismo ocurre con las exposiciones de pintura, con la música, etc. Qué hay más allá del lo he leído, lo he visto, lo he escuchado. Así cómo hay un síndrome del turista, que aquello que contempla es a través del objetivo de su cámara fotográfica, hay un cierto consumo cultural que ¿redunda en una sociedad más dialogante, crítica y reflexiva? ¿Son cuentos para adultos, necesarios, pero cuentos al fin y al cabo? Qué horizonte…
domingo, 22 de noviembre de 2009
sábado, 14 de noviembre de 2009
La cruz de cada día
Hace unos días se hacía pública la sentencia de la Corte europea de derechos humanos a propósito de los crucifijos en las aulas de los colegios públicos al considerar que dañan el derecho de los padres a la educación de sus hijos según sus convicciones y el derecho de los niños a la libertad religiosa. El tribunal consciente de la fuerza comunicativa de los símbolos impone la retirada de los crucifijos en base a la laicidad del estado.
Los símbolos tienen una gran fuerza expresiva y comunicativa, por eso no es baladí. Sin embargo, en el propio ámbito cristiano el conocimiento del sentido de los símbolos y su uso ha decaído.
La presente sentencia tendría que hacernos reflexionar sobre la presencia de símbolos cristianos en nuestras vidas. Antes de rasgarnos las vestiduras por el fallo judicial habría que pararse a contemplar las paredes de nuestras casas, los objetos sobre nuestros muebles e incluso aquellos que nosotros portamos. Las cruces, así como otros símbolos religiosos, han ido desapareciendo de los hogares para ser sustituidos por adornos cuyo valor es solamente estético, cuando no por símbolos procedentes de otras culturas. Las cruces y medallas ya no penden de cadenas al cuello.
Sin ser catastrofista, esto denota una cierta disolución de la identidad religiosa. En este baile de identidades que supone la postmodernidad la religiosa parece otra más que como las olas va y viene. Quién eres te señala dónde están tus raíces y hacia dónde vas, el sentido de la vida. La identidad cristiana es la básica del cristiano, sobre ella apoyar las demás.
El crucifijo es muestra de identidad. No se trata de un exhibicionismo apologético sino de la marca de calidad que compromete en el ser y en la acción, en el amor y en el servicio.
Los símbolos tienen una gran fuerza expresiva y comunicativa, por eso no es baladí. Sin embargo, en el propio ámbito cristiano el conocimiento del sentido de los símbolos y su uso ha decaído.
La presente sentencia tendría que hacernos reflexionar sobre la presencia de símbolos cristianos en nuestras vidas. Antes de rasgarnos las vestiduras por el fallo judicial habría que pararse a contemplar las paredes de nuestras casas, los objetos sobre nuestros muebles e incluso aquellos que nosotros portamos. Las cruces, así como otros símbolos religiosos, han ido desapareciendo de los hogares para ser sustituidos por adornos cuyo valor es solamente estético, cuando no por símbolos procedentes de otras culturas. Las cruces y medallas ya no penden de cadenas al cuello.
Sin ser catastrofista, esto denota una cierta disolución de la identidad religiosa. En este baile de identidades que supone la postmodernidad la religiosa parece otra más que como las olas va y viene. Quién eres te señala dónde están tus raíces y hacia dónde vas, el sentido de la vida. La identidad cristiana es la básica del cristiano, sobre ella apoyar las demás.
El crucifijo es muestra de identidad. No se trata de un exhibicionismo apologético sino de la marca de calidad que compromete en el ser y en la acción, en el amor y en el servicio.
sábado, 7 de noviembre de 2009
Hasta los 18
La educación es un valor y un derecho humano. Las relaciones interpersonales vienen marcadas por el nivel educativo, pues en buena medida de éste depende el trabajo y la red de contactos. Pero hasta cuándo ha de durar la educación obligatoria.
En una sociedad cerrada, monótona y con un bajo ritmo de innovación en pocos años se adquiere el bagaje necesario para alcanzar la madurez necesaria para desempeñar una posición autónoma en la comunidad. Sin embargo, las sociedades occidentales hace tiempo que entraron en la modernidad, un proceso que se ha acelerado los últimos cincuenta años. Cada vez se requieren más habilidades y flexibilidad para hacer frente al vertiginoso ritmo actual, de manera que cualquier pinchazo puede hacer que uno pierda la estela del pelotón.
La medida de ampliar la educación obligatoria hasta los 18 años tiene como fin, entre otros muchos que se puedan señalar, el tratar de equipar a los adolescentes con un bagaje que les permita adaptarse con menor dificultad al mundo que se está construyendo.
Se podría escribir, sobre cómo articular esos dos años más, las consecuencias para la disciplina en las aulas, para las cifras de desempleo, consecuencias económicas, etc. Sin embargo, de esos elementos se han vertido diferentes opiniones. Quisiera señalar cómo el aumentar dos años más la educación obligatoria puede influir en la decisión a la hora de plantearse dejar los estudios.
El establecimiento de un fin oficial de la educación obligatoria puede predisponer, ante la perspectiva de un final lejano, a retrasar los planteamientos de abandono. Un estudiante que a los 12 años le pesa el aprendizaje no se sitúa igual ante su futuro si sabe que puede abandonar el colegio a los 14, a los 16 o a los 18 años de edad. Además, pasada la llamada “edad del pavo” se abre la posibilidad que aquellos que se han sentido más incómodos puedan optar por mantener una actitud más positiva ante los estudios. Pero esto que se observa en el ámbito personal ocurre también en el familiar y social, es más fácil tolerar que alguien no quiera estudiar a los 12 años si la educación obligatoria es hasta los 14 que si lo es hasta los 16.
La ampliación de dos años puede generar una conciencia social que favorezca una mayor formación. No obstante, esto no es el bálsamo de Fierabrás, es un instrumento más. Los cambios profundos hay que esperarlos de la implicación del conjunto de la comunidad educativa y no de acciones puntuales.
En una sociedad cerrada, monótona y con un bajo ritmo de innovación en pocos años se adquiere el bagaje necesario para alcanzar la madurez necesaria para desempeñar una posición autónoma en la comunidad. Sin embargo, las sociedades occidentales hace tiempo que entraron en la modernidad, un proceso que se ha acelerado los últimos cincuenta años. Cada vez se requieren más habilidades y flexibilidad para hacer frente al vertiginoso ritmo actual, de manera que cualquier pinchazo puede hacer que uno pierda la estela del pelotón.
La medida de ampliar la educación obligatoria hasta los 18 años tiene como fin, entre otros muchos que se puedan señalar, el tratar de equipar a los adolescentes con un bagaje que les permita adaptarse con menor dificultad al mundo que se está construyendo.
Se podría escribir, sobre cómo articular esos dos años más, las consecuencias para la disciplina en las aulas, para las cifras de desempleo, consecuencias económicas, etc. Sin embargo, de esos elementos se han vertido diferentes opiniones. Quisiera señalar cómo el aumentar dos años más la educación obligatoria puede influir en la decisión a la hora de plantearse dejar los estudios.
El establecimiento de un fin oficial de la educación obligatoria puede predisponer, ante la perspectiva de un final lejano, a retrasar los planteamientos de abandono. Un estudiante que a los 12 años le pesa el aprendizaje no se sitúa igual ante su futuro si sabe que puede abandonar el colegio a los 14, a los 16 o a los 18 años de edad. Además, pasada la llamada “edad del pavo” se abre la posibilidad que aquellos que se han sentido más incómodos puedan optar por mantener una actitud más positiva ante los estudios. Pero esto que se observa en el ámbito personal ocurre también en el familiar y social, es más fácil tolerar que alguien no quiera estudiar a los 12 años si la educación obligatoria es hasta los 14 que si lo es hasta los 16.
La ampliación de dos años puede generar una conciencia social que favorezca una mayor formación. No obstante, esto no es el bálsamo de Fierabrás, es un instrumento más. Los cambios profundos hay que esperarlos de la implicación del conjunto de la comunidad educativa y no de acciones puntuales.
Y qué es la verdad...
El trazar nítidas líneas divisorias entre buenos y malos, esquemas simplistas de interpretación, la polarización de la sociedad, conduce a la minimización de la reflexión e, incluso, de la racionalidad. Los prejuicios son el marco de posturas extremas y actitudes fundamentalistas que desvalorizan no sólo las ideas sino al otro mismo, que es estigmatizado.
Un panorama de voces inconexas contribuye a la confusión, al desorden y a la imposibilidad de proyectar con coherencia. Dos discursos que no dialogan entre sí, monólogos que se autoalimentan; sólo se ve, escucha y lee lo que reafirma el partido tomado.
Dónde queda la verdad. Ésta como estímulo y acicate de la persona y de la sociedad desaparece del horizonte, interesa la defensa y victoria de la postura personal o del grupo de pertenencia, considerada con certeza absoluta. La afirmación de los postulados se mide en términos cuantitativos, lo decisivo es contar o formar parte del grupo más numeroso, aunque nadie se haya parado a verificarlo. La democracia como forma de toma de decisiones políticas se traslada, también, al ámbito de los principios, y el relativismo disuelve la escurridiza verdad.
La educación, cerrada y corta de miras, hace del ejercicio intelectual un adoctrinamiento con fines apologéticos. No hay espacio para una educación en libertad, a no ser que por libertad se entienda los márgenes del inquebrantable marco dado. El miedo, como seguridad, es el sentimiento rector.
El razonamiento se puede invertir. Una apuesta por una educación en libertad que estimule el localizar los mejores argumentos en disputa a fin de dialogar con ellos mediante el análisis y la revisión, no para afirmar ningún postulado sino para buscar la verdad, pues la propia posición siempre es revisable, gracias a la suficiente humildad y flexibilidad para reconocer el equívoco, en aras de una mayor madurez y profundidad. Los principios se afirman por sí mismos, a no ser que sean secundarios. La educación se abre y otea sin descanso el horizonte y, mediante una clara delimitación de los campos y una distinción de las ideas que, lejos de alinear, permiten ver la lógica del razonamiento, sin ambigüedades y emboscadas, fija metas. El rumbo no depende de buenos o malos, sino de un no uniforme nosotros, de honda reflexión y dinamismo creativo, que en valor las cualidades de todos, quiere surcar las dificultades sin prescindir de nadie.
Un panorama de voces inconexas contribuye a la confusión, al desorden y a la imposibilidad de proyectar con coherencia. Dos discursos que no dialogan entre sí, monólogos que se autoalimentan; sólo se ve, escucha y lee lo que reafirma el partido tomado.
Dónde queda la verdad. Ésta como estímulo y acicate de la persona y de la sociedad desaparece del horizonte, interesa la defensa y victoria de la postura personal o del grupo de pertenencia, considerada con certeza absoluta. La afirmación de los postulados se mide en términos cuantitativos, lo decisivo es contar o formar parte del grupo más numeroso, aunque nadie se haya parado a verificarlo. La democracia como forma de toma de decisiones políticas se traslada, también, al ámbito de los principios, y el relativismo disuelve la escurridiza verdad.
La educación, cerrada y corta de miras, hace del ejercicio intelectual un adoctrinamiento con fines apologéticos. No hay espacio para una educación en libertad, a no ser que por libertad se entienda los márgenes del inquebrantable marco dado. El miedo, como seguridad, es el sentimiento rector.
El razonamiento se puede invertir. Una apuesta por una educación en libertad que estimule el localizar los mejores argumentos en disputa a fin de dialogar con ellos mediante el análisis y la revisión, no para afirmar ningún postulado sino para buscar la verdad, pues la propia posición siempre es revisable, gracias a la suficiente humildad y flexibilidad para reconocer el equívoco, en aras de una mayor madurez y profundidad. Los principios se afirman por sí mismos, a no ser que sean secundarios. La educación se abre y otea sin descanso el horizonte y, mediante una clara delimitación de los campos y una distinción de las ideas que, lejos de alinear, permiten ver la lógica del razonamiento, sin ambigüedades y emboscadas, fija metas. El rumbo no depende de buenos o malos, sino de un no uniforme nosotros, de honda reflexión y dinamismo creativo, que en valor las cualidades de todos, quiere surcar las dificultades sin prescindir de nadie.
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